Últimamente viajo a Barcelona con una cierta frecuencia. Es agradable reencontrarse con la ciudad de uno y con viejos amigos.
Una visita obligatoria en cada viaje es a la librería Altaïr y siempre, invariablemente, salgo con algún libro. Frecuentemente con dos o tres.
La librería Altaïr pasa por ser la librería de viajes más grande de Europa. Uno puede tomar varios libros de sus estantes y sentarse cómodamente en un sillón a ojearlos. Sé cuando entro, pero también cuando salgo: cuando cierran y echan la persiana abajo.
No hablaré más de Altaïr, pues tengo intención en breve de dedicar una entrada a algunas librerías de viajes del país. Al menos a las que yo conozco.
Un librillo de Buenos Aires –necesito datos frescos y prácticos para mi guía argentina-, un ensayo sobre la Granada golfa –así se llama el libro-, y un delicioso libro de rutas para conocer Barcelona a paso lento -Barcelona sense presses. BCN slow- fueron mis últimas adquisiciones.
Esta última es una guía íntima para sumergirse en esa otra Barcelona, que la rutina y las prisas nos escamotean bajo el caos circulatorio y la globalización: la Barcelona de la convivencia y la hospitalidad, de la sensibilidad ecológica, la cultura, la artesanía, la gastronomía sencilla y saludable…
Son 23 itinerarios que apuestan por una manera relajada de relacionarse con el espacio y el tiempo urbanos. Un viaje a plazas recoletas, jardines alejados de la contaminación acústica, cafés de barrio, calles que recuerdan cuando los barrios eran pueblos independientes, mercados, y un sinfín de rincones para llenar las horas muertas.
Han sido cinco días de deambular sin cesar por mi ciudad de la mano de esta guía que, sin lugar a dudas, me acompañará en mis próximas exploraciones.
A continuación algunas fotos de mi Barcelona slow:
Todas las fotos de esta entrada están hechas por Antonio Vela y cuentan con su correspondiente copyright. Está prohibida su reproducción sin la autorización expresa del autor.
Para el verano de 2008 Robert Andreu-un compañero de instituto que ha tenido la suerte de colarse por la rendija de esa puerta que se cierra que es la prejubilación- me recomendó Condenados al silencio, de Robert Wilson, un escritor británico que vive y escribe en una apartada granja de Portugal. Se ve que para ser envidiado hay que llamarse Robert, ya sea en catalán o en inglés. Uno debe andar por algún monasterio de la Toscana; al otro lo ubico en una dehesa del Alentejo.
Nunca dejaré de agradecerle a Robert A. el que me descubriera a este autor (Robert W.), ideal para leer en verano a la sombra de una parra, en el porche de un cortijo o debajo de los pinos en una cala mediterránea.
Le siguieron Sólo una muerte en Lisboa, en el verano de 2009, y El ciego de Sevilla, en este último de 2010.
Novela negra de calidad, con un trasfondo muy documentado y que te mete de lleno en la historia. Son de esos libros en los que uno se encuentra huérfano, desubicado, cuando los acaba.
Ciudades como Lisboa o Sevilla son un personaje más de las novelas. Y dos policías, los inspectores Falcón y Zé Coelho, de una fuerte personalidad cada cual en su estilo, suben a mi parnaso de iconos detectivescos.
Y ahora que avanza el otoño, estos libros mudan su piel estival para dejarse leer junto a la chimenea.
Una advertencia:aunque puede hacerse de forma independiente es recomendable leer primero El ciego de Sevilla y luego Condenados al silencio.
Nueva entrega de fragmentos de esta singular película argentina. Quiero resaltar la belleza intrigante y misteriosa de Nacha Guevara, que en este film realiza el papel de una muerte atípica.
No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
Hoy os quiero presentar a un gran tipo, excelente profesional y mejor persona: el fotoperiodista Rafa Pérez.
Por razones de geografías nos vemos poco, pero hubo una época en la que viajábamos juntos a menudo; entre los dos llevábamos una sección de la revista Rutas del Mundo, concretamente 48 horas en…. Él hacia las fotos correspondientes a la ciudad que había tocado en suerte y yo, en 4 ó 5 días de exploración urbana, debía conocer lo máximo y diseñar para el viajero un texto organizándole una visita de lo imprescindible para una estancia de dos días; un puente en macrocapitales como París, Roma, Londres o Berlín.
Las características de nuestro trabajo hacía que muchas veces los horarios no fueran compatibles, pero procurábamos coincidir y hacer juntos el máximo de visitas posibles. Hacíamos un buen tándem. Él madrugaba, pues siempre le gustó la luz del amanecer y del crepúsculo vespertino, la que yo, sin ser fotógrafo, sólo por las emociones que me produce, llamo “la luz bruja”. Para mí era un placer verle trabajar, planificando la foto, encuadrando, disparando casi con un ansia controlada para aprovechar al máximo la luz favorable. Yo, en cambio, era más trasnochador, pero no –salvo excepciones- de deambular por las calles y locales; ordenando en la habitación del hotel las notas del día y planificando las visitas del día siguiente.
Al mediodía, cuando yo disparaba con avidez mi modesta cámara, él rara vez sacaba su equipo; no le gustaba esa luz dura.
Tras la cena, una vez acabada nuestra jornada, y si no habíamos quedado con ningún contacto en la ciudad, nos gustaba buscar un café –como el café Havelka de Viena- y charlar de nuestro trabajo, y de lo divino y de lo humano, ante una humeante taza.
Fue muy grato ayudarle con el equipo mientras se encaramaba en algún tejado o cúpula –en Oporto llegó a romperse un brazo- o aguantarle el paraguas mientras caían chuzos de punta en los muelles de Sevilla. Siempre he entendido que el trabajo bien hecho es cosa de todos, sea quien sea el que ostenta la responsabilidad de un aspecto concreto.
El viaje de prensa por los fiordos noruegos, o la semana en Viena que nos montaron los austríacos en plan VIP, son dos de los periplos que recuerdo con más agrado. Pero también lo bien que comíamos aguzando el ingenio, y de eso ya me ocupaba yo. Como en Bilbao, cuando tras varias botellas de txakolí y rioja en el restaurante del Guggenheim me resbaló una vocal ante la relaciones públicas del museo y, tras balbucear con dificultad nuestros nombres, a la hora de presentar el medio para el que trabajábamos se me escapó aquello de “Raatas del Mundo”. Eso hizo historia, y aplicamos ese concepto cuando nos teníamos que buscar la vida para realizar el reportaje y debíamos tirar de pensión y bocata para que nos salieran los números.
O como en Córdoba, cuando la última noche se descuelgan tres de los mejores restaurantes de la ciudad y cenamos tres veces, entre las ocho y las doce de la noche, rematando la jugada en un tablao flamenco donde una de las bailarinas –debía ser una apuesta, o una provocación- se arremolinaba el traje de faralaes a velocidad de vértigo sin llevar debajo ropa interior. Y que conste que no lo vimos in situ –el Montilla-Moriles había aletargado nuestros reflejos-, sino cuando Rafa reveló las fotos y me las envió por correo electrónico jurándome y perjurándome de que no las había tratado con Photoshop. “La próxima vez ni pestañeo o bebo Fanta de naranja”, le dije yo.
O en Oslo, cuando tuvimos vergüenza torera y –a pesar de que teníamos carta libre- no nos atrevimos a pedir otra botella de un rioja de los más económicos en España, porque traducido el precio de la carta de vinos de coronas a las pesetas de antes, daba como resultado un valor de la botella de 21.000 Pts. (126 €). Y eso que pagaba el Consejo Regulador del Bacalao del Mar del Norte, que no creo que les viniera de ahí.
A la hora de las comidas institucionales, que por otro lado son un auténtico coñazo, si la velada transcurría en inglés a él le tocaba atender y a mí comer; ahora, si la lengua era el francés, italiano o portugués, atendía yo y comía él. En lengua española comíamos y atendíamos los dos por igual, habiendo desarrollado una especial aptitud para que la pregunta no nos pillara con la boca llena.
Y ahora vamos a lo importante, a su trabajo: sus fotos. Es un trabajo depurado, casi siempre con figuras. Tengo especial debilidad por sus reportajes en Marruecos.Por su increíble habilidad para fotografiar a la gente en el momento preciso. Si yo miro mis fotos de Marruecos, casi siempre los personajes están de espaldas, y si están de frente es de pura casualidad o en muchedumbre.Rafa se involucra con la gente y se gana su confianza para poder fotografiarlos sin tensiones; nunca ha pagado por hacer una foto. Aquí os adjunto un vídeo de una de sus tretas para poder fotografiar niños en Xauen, una de sus especialidades.
Tras casi dos horas jugando con los niños Rafa sacó la cámara y empezó a fotografiar sin que aquellos se inmutaran. Era uno más de ellos. He aquí algunos resultados:
A esta foto del señor Havelka, en su café de Viena, le tengo especial cariño, pues fuí testigo de su realización. Una copia de la misma está enmarcada a la entrada de mi habitación, por lo que todos los días le deseo las buenas noches al Sr. Havelka. Él, en agradecimiento, me despierta todas las mañanas con un aromático café turco, la prensa en alemán (voy haciendo progresos) y una porción de tarta Sacher.
Todas las fotos de esta entrada están hechas por el fotógrafo Rafa Pérez y cuentan con su correspondiente copyright. Está prohibida la reproducción en cualquier medio sin la autorización expresa del autor.